Prólogo de Mónica Álvarez Álvarez a: ¡Buen viaje, Enai!

La muerte siempre es terrible y devastadora.

No seré yo quien diga que hay pérdidas más llevaderas que otras.

Para quien pierde un ser querido, es como un jarro de agua fría que te cae sin previo aviso.

El tiempo se detiene. Una sensación de irrealidad te invade, como si todo esto le estuviera pasando a otra persona, como si lo vieras desde fuera, aislada del torrente de emociones que podría inundar tu alma hasta ahogarte.

El tiempo pasa y, aunque la vida acaba por imponerse, siempre quedará ese espacio para el ser querido que falta. También se abre un tiempo especial, el de todas las cosas que no se pudieron hacer juntos, las palabras que callamos, las miradas que no se llegaron a encontrar.

Aunque todas las muertes son dolorosamente trágicas, hay algunas que, además, te dejan en la vulnerabilidad más absoluta: las de los bebés que murieron en el vientre o en el tiempo que rodea el momento del parto.

Quienes tienen la mala suerte de pasar por ello quedan sumergidos en un limbo en el que no pueden llorar a su pequeño porque la vida sigue, sois jóvenes, tendréis más. O eso es lo que dice la gente.

No tienen un registro en el libro de familia porque jurídicamente no llegó a ser persona.

No hay ritual porque la sociedad no tiene tiempo de detenerse a honrar a alguien a quien ni siquiera conoció.

No hay regalos, ni patucos, ni cuna, porque no hay bebé.

No hay historias recordando al ser querido, porque nuestra sociedad olvidó las palabras para hablar de la muerte de un recién nacido y solo quedó el silencio.

No hay fiesta porque la muerte no se celebra. Se echa tierra encima y te pasas el resto de tu vida mirando para otro lado, haciendo como que no ocurrió nada.

Pero sí ocurrió.

Detrás de un bebé que se pone las alas, quedan unos padres destrozados con sus brazos vacíos, sin saber dónde pondrán todo el amor que tenían para él.

Quedan unos familiares desconcertados y mudos ante la tragedia.

A veces quedan otros niños, los hermanos mayores, que pierden a su hermano y muchas veces a sus padres, enredados en una tormenta emocional de la que no saben cómo salir.

Poco se dice sobre cómo ayudar a estos niños, pues ni siquiera muchos adultos saben cómo entrar en las nieblas del duelo y salir victoriosos, como para además acompañarlos.

Sandra Ballester ha escrito este precioso cuento contribuyendo a recuperar esas palabras-medicina con las que hablar del dolor de la pérdida de un recién nacido.

Lo ha escrito en primera persona, como si fuera su hijo mayor, Gael, quien relatara la historia.

Ha puesto en su boca, de una manera poética y maravillosa, muchos de los pensamientos que pueden pasar por la mente de un niño en estas circunstancias.

Nos comparte la historia real de cómo ellos vivieron la despedida del pequeño Enai y cómo compartieron en la escuelita de Gael un bello y profundo ritual de despedida.

Pues no solo Gael perdió a su hermano pequeño. Todos los niños con quienes vivía diariamente perdieron un poco de la inocencia de la infancia, pues esta es una de las muchas historias que no tuvo un final feliz.

Creo que tanto Sandra y Jonatan como los profesores de la escuelita hicieron una labor maravillosa ayudando a todos sus niños a poner palabras al dolor y al desconcierto.

Sandra y Jonatan, a pesar del dolor que les invadía, tuvieron la generosidad de compartir un momento tan íntimo y especial como fue la despedida de su hijo pequeño, Enai.

Y Sandra Ballester ha querido continuar compartiendo contigo, lector o lectora, a través de las palabras-medicina de este relato que tienes entre las manos.

Y para quienes aún no están preparado para escuchar y aprenderlas, ha dibujado, además, unas láminas preciosas para que el mensaje nos entre por los ojos y vaya directo al corazón.

Muchas gracias, Sandra, por compartir conmigo este proyecto y dejarme acompañarte desde su concepción hasta ver la luz.

En Aranaz, a 9 de agosto de 2020,

Mónica Álvarez Álvarez